martes, 9 de diciembre de 2008

El club de lucha

Pocas películas me marcaron tanto como Fight Club. Encontré en esa película una suerte de manual de auto-ayuda, así que imaginen mi felicidad al enterarme de que estaba basada en un libro. Lamentablemente, ese libro es prácticamente inconseguible acá en Argentina, pero mientras esperamos a que lo editen podemos descargarlo de internet.

A continuación dejo un fragmento del comienzo del libro:

EL CLUB DE LUCHA por Chuck Palahniuk. Capítulo 1.

Tyler me consigue un trabajo de camarero, después me mete una pistola en la boca y me dice que para alcanzar la vida eterna primero tienes que morirte. Sin embargo, durante mucho tiempo Tyler y yo fuimos muy buenos amigos. La gente siempre me pregunta si conocía bien a Tyler Durden.

El cañón de la pistola me oprime el fondo de la gar­ganta, y Tyler dice:

—En realidad, no moriremos.

Descubro con la lengua los agujeros del silenciador que taladramos en el cañón de la pistola. La mayor parte del ruido que hace un disparo se debe a la expansión de los gases y al pequeño estallido sónico que provoca la bala al salir tan rápida. Para fabricar un silenciador hay que tala­drar agujeros, un montón de agujeros, en el cañón del arma. De esta forma se logra una descompresión que hace que la velocidad de la bala sea menor que la del sonido.

Si taladras mal los agujeros, la pistola te volará la mano.

—En realidad, esto no es la muerte —dice Tyler—. Seremos una leyenda; no envejeceremos.

Desplazo el cañón con la lengua hacia la mejilla y digo:

—Tyler, estás pensando en vampiros.

El edificio donde nos encontramos dejará de existir en diez minutos. Coge un concentrado con un noventa y ocho por ciento de ácido nítrico gaseoso y añádele el triple de ácido sulfúrico. Prepáralo en una bañera con agua helada. Luego, échale glicerina con un cuentagotas. Ya tienes nitroglicerina.

Lo sé porque Tyler lo sabe.

Mezcla la nitroglicerina con serrín y obtendrás un bo­nito explosivo plástico. Mucha gente mezcla la nitroglice­rina con algodón y añade sales Epsom como sulfato. Así también funciona. Otros emplean parafina mezclada con nitroglicerina. A mí la parafina jamás me ha funcionado.

Total, que Tyler y yo estamos en lo alto del edificio Parker-Morris con la pistola incrustada en mi boca, y oímos un ruido de cristales rotos. Asómate al borde. El día está nublado incluso a esta altura. Éste es el edificio más alto del mundo y a esta altura el viento es siempre frío. Hay tanta tranquilidad a esta altura que crees ser uno de aquellos monos astronautas. Cumples pequeñas tareas para las cuales has sido preparado.

Tirar de una palanca.

Apretar un botón.

No entiendes nada y, sencillamente, te mueres.

Desde una altura de ciento noventa y un pisos te aso­mas al borde del tejado y la calle allá abajo parece una alfombra moteada de gente que, de pie, mira hacia arriba. Los cristales rotos son de una ventana justo debajo de nosotros. Estalla una ventana en una cara del edificio y aparece un archivador negro tan grande como una neve­ra. Justo debajo de nosotros, un archivador de seis cuer­pos cae por la fachada cortada a pico del edificio, y mien­tras cae va girando despacio, cae haciéndose más pequeño hasta que desaparece entre la multitud congregada abajo.

En algún lugar de los ciento noventa y un pisos, los monos astronautas de la Comisión de Daños del Pro­yecto Estragos se han descontrolado y están destruyen­do todo vestigio de la historia.

Aquel viejo refrán de «siempre se mata lo que más se quiere», bueno, mira, funciona en ambas direcciones.

Con una pistola incrustada en la boca y el cañón en­tre los dientes sólo conseguirás farfullar algunas vocales.

Sólo nos quedan diez minutos.

A continuación, por un lado del edificio, va apare­ciendo, centímetro a centímetro, una mesa de madera oscura, que, empujada por la Comisión de Daños, se tambalea, se inclina y, tras darse la vuelta, se precipita al vacío hasta que se pierde en la multitud como si se tra­tara de un extraño objeto volador.

Dentro de nueve minutos el edificio Parker-Morris ya no estará aquí. Si llevas suficiente gelatina para deto­naciones controladas y la colocas en los cimientos de una construcción, conseguirás echar abajo cualquier edificio del mundo. Tiene que estar bien afirmada y cu­bierta con sacos terreros para que la explosión incida sobre los pilares y no se expanda por el sótano del gara­je que los rodea.

Los libros de historia no ofrecen este tipo de instruc­ciones. Hay tres formas de obtener napalm: la primera mezclando a partes iguales gasolina y concentrado de zumo de naranja congelado; la segunda, mezclando a partes iguales gasolina y Coca-Cola light; y la tercera, di­solviendo en gasolina inmundicias de gato desmenuza­das hasta que la mezcla adquiera una consistencia sólida.

Pregúntame cómo se fabrica gas nervioso. ¡Ah, y no digamos todos esos demenciales coches bomba!

Nueve minutos.

Los ciento noventa y un pisos del edificio Parker-Morris caerán con la lentitud de un árbol que se desplo­ma en el bosque. ¡Tronco va! Puedes echar abajo cual­quier cosa; es fantástico pensar que el lugar donde es­tamos será sólo un punto en el cielo.

Tyler y yo estamos en el borde del tejado. Tengo la pistola metida en la boca y me pregunto si el arma esta­rá limpia.

Mientras contemplamos cómo se precipita edificio abajo otro archivador, aquí nos olvidamos del suicidio-asesinato de Tyler. Los cajones se abren en el aire, soltan­do resmas de papel blanco, que, atrapadas por la corrien­te ascendente, son arrebatadas por el viento.

Ocho minutos.

Después, el humo; por las ventanas rotas empieza a salir el humo. El equipo de demolición activará la carga primaria dentro de, quizás, ocho minutos. La carga pri­maria provocará la explosión de la carga base; los ci­mientos se desmoronarán y la serie fotográfica del edifi­cio Parker-Morris pasará a los libros de historia.

La serie de cinco fotografías sucesivas: en la primera, el edificio está en pie; en la segunda, adopta un ángulo de ochenta grados; en la siguiente, uno de setenta; en la cuar­ta, cuando el armazón comienza a ceder y la torre des­cribe un ligero arco, el edificio presenta un ángulo de cuarenta y cinco grados; en la última instantánea, la torre, con sus ciento noventa y un pisos, se precipita so­bre el museo nacional, que es el verdadero objetivo de Tyler.

—Ahora éste es nuestro mundo —dice Tyler—: los antepasados están muertos.

Si supiera cómo va a terminar todo esto, estaría bien contento de estar ya muerto y en el cielo.

Siete minutos.

En la cima del edificio Parker-Morris con la pistola de Tyler en la boca, mientras archivadores, despachos y ordenadores caen como meteoros sobre la multitud que rodea el edificio, y el humo sale formando columnas por las ventanas rotas y en la calle, a tres bloques de distan­cia, el equipo de demolición mira el reloj. Sé que todo esto —la pistola, la anarquía y la explosión— es por Marla Singer.

Seis minutos.

Se trata de una especie de triángulo amoroso: yo quiero a Tyler, Tyler quiere a Marla, Marla me quie­re a mí.

Yo no quiero a Marla, y Tyler no me quiere aquí, ya no. Se trata de una cuestión de cariño más que de amor, de propiedad más que de posesión.

Sin Marla, Tyler no tendría nada.

Cinco minutos.

Tal vez nos convirtamos en leyenda, tal vez no. «No», digo, pero aun así, espera.

¿Qué sería de Jesús si nadie hubiera escrito los Evangelios?

Cuatro minutos.

Desplazo con la lengua la pistola hacia la mejilla y digo:

—Tyler, ¿quieres ser una leyenda? Vale, tío, yo te convertiré en leyenda. He estado aquí desde el principio.

Lo recuerdo todo.

Tres minutos.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Tripas

Para todos los que no sepan a qué viene el título y la descripción de mi blog, dejo el cuento de donde los saqué: Tripas, de Chuck Palahniuk, que es un fragmento de su libro Fantasmas.

Según Wiki:
Mientras estaba en la gira de 2003 para promocionar su novela Diario: Una novela, Palahniuk leyó a sus oyentes una historia corta titulada Tripas (Guts), un relato de accidentes relacionados con la masturbación que aparece en su libro Fantasmas. Se informó de que unas 35 personas se desmayaron mientras oían la lectura (aunque es posible que muchos de estos incidentes fueran representados por fans de Palahniuk como efecto humorístico). La revista Playboy publicaría más tarde la historia en su número de marzo de 2004; Palahniuk les ofreció publicar otra historia con ella, pero los editores encontraron esta última demasiado perturbadora. En su gira para promocionar Stranger Than Fiction: True Stories en el verano de 2004, volvió a leer la historia a la audiencia, elevando el total de desmayos a 53, y más tarde a 60, durante la gira para promocionar la edición de bolsillo de Diario: Una novela. El último desmayo ocurrió en noviembre de 2004 en Durham (Carolina del Norte). Aparentemente Palahniuk no da importancia a estos incidentes, que no ha evitado que sus fans lean Tripas o sus otras obras.
Si bien estuve lejos del desmayo, no pude evitar el llevarme una mano a la boca debido a la risa y a la impresión que me causó al leerlo. Y yo no me impresiono con facilidad.

En lo personal, me parece un cuento muy divertido y bien armado, pero reconozco que no es para cualquiera. Así que están avisados.

TRIPAS por Chuck Palahnuik

Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un consolador por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de masturbarse. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera… mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la piscina y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la polla en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la polla dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los enfermeros del servicio de urgencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar… pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y cacahuetes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los expertos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, cacahuetes y guisantes.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y cacahuetes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la polla.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de cacahuete, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda… aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima… la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Judías blancas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro…”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Bajo la máscara

El siguiente es uno de varios textos dentro de la novela gráfica Watchmen. Corresponde al primer capítulo de la biografía de Hollis Mason (también conocido como Búho Nocturno), Bajo la máscara.
La mujer que trabaja en el colmado de la esquina se llama Denise, y es una de las más grandes novelistas inéditas de América. Durante estos años ha escrito cuarenta y dos novelas románticas, aunque ninguna ha llegado a las librerías. Yo, sin embargo, he sido tan afortunado que he oído los guiones de las últimas veintisiete, contados por entregas por la propia autora cada vez que me pasaba por su tienda a por un tarro de café o una lata de judías, y mi respeto hacia la destreza literaria de Denise no tiene fronteras. Así que, como es natural, cuando me enfrenté a la difícil tarea de comenzar en serio el libro que tienes ahora en tus manos, le pedí consejo a Denise.

«Oye», le dije. «No sé cómo escribir un libro. Lo tengo todo en la cabeza, pero ¿qué pongo primero? ¿Cómo empiezo?»

Sin apartar la vista de unos paquetes de detergente a los que estaba poniendo precio, Denise, magnánima, dejó ir una perla de su acumulada sabiduría con voz aburrida pero condescendiente.

«Empieza con lo más triste que te puedas imaginar y ponte al público de tu parte. Después de eso, créeme, el resto es un paseo»

Gracias, Denise. Te dedico este libro, porque no sé escoger entre todos los demás a los que se lo debería dedicar.

Lo más triste en que puedo pensar es «La Cabalgata de las Walkirias». Cada vez que la oigo me deprimo y medito sobre la Humanidad y la injusticia de la vida y todas esas otras cosas en que uno piensa cuando son casi las tres de la mañana y tu estómago no te deja dormir. Ahora sé que nadie más en este planeta suelta una lágrima cuando oye ese rollo de estribillo, pero es porque no conocen a Moe Vernon.

Cuando mi padre creció y dejó la granja de mi abuelo en Montana para traerse a su familia a Nueva York, Moe Vernon fue el hombre para el que trabajó. El taller de reparaciones de Vernon estaba justo al final de la Séptima Avenida, y aunque era sólo 1928 cuando papá se metió ahí, ya era una hazaña para su sueldo el mantenernos vestidos y alimentados a mí, a mamá y a mi hermana Liantha. Papá siempre fue hábil y entusiasta en su trabajo, y yo creía que era porque le iban un montón los coches. Ahora que recuerdo, veo que era más que eso. Debió significar mucho para él eso de tener un trabajo y poder sustentar a su familia. Había tenido un montón de peleas con su padre por venirse al este en lugar de encargarse de la granja, como el viejo había planeado, y muchas habían acabado con mi abuelo augurando la miseria y la ruina moral de papá y mamá si ponían un pie en Nueva York. Vivir la vida que él mismo había escogido y mantener a su familia por encima de la miseria, a pesar de las predicciones de su padre, debe haber significado para él más que otra cosa en el mundo, pero es algo que sólo entiendo ahora, con perspectiva. Entonces sólo pensaba que estaba loco por las ruedas.

En fin, yo tenía doce años cuando dejé Montana, así que durante esos pocos años después en la gran ciudad ya tenía edad para apreciar los viajes ocasionales con papá a la tienda de coches, que es donde primero vi a Moe Vernon, su jefe.

Moe Vernon era un hombre de unos cincuenta y cinco años y tenía una de esas viejas caras de neoyorquino que ya no se ven por ahí. Es curioso, pero algunas caras parecen estar o pasar de moda. Miras viejas fotos y todos tienen un cierto aire, como si todos fueran parientes. Mira otras de diez años más tarde y verás que un nuevo tipo de rostro se impone, y que las viejas caras desaparecen y se esfuman, para no ser vistas más. La de Moe Vernon era de ésas: triple mentón, una cínica y pedante mueca en el labio inferior, bolsas bajo sus ojos, el pelo batiéndose en retirada por su cabeza hasta concertar una cita con la etiqueta (del cuello) de su camisa.

Como siempre, entraría en la tienda con mi padre y Moe estaría sentado ahí, en su oficina, toda ventanas para ver trabajar a sus hombres. A veces, si mi padre quería comprobar algo con Moe antes de seguir con su faena, me mandaba a la oficina a hacerlo por él, así vi las entrañas del santuario privado de Moe. O más bien, las oí.

Es que Moe era un fan de la ópera. Tenía uno de esos nuevos gramófonos en un rincón de su oficina y no paraba de pinchar en todo el día sus setenta y ocho viejos discos rayados favoritos tan alto como podía. Hoy en día eso de «tan alto como podía» no significa mucho follón, pero en 1930 sonaba a pura cacofonía, porque las cosas eran normalmente más silenciosas.

Lo que también era peculiar en Moe era su sentido del humor, representado por todas esas porquerías que guardaba en el cajón superior de la derecha de su escritorio.

En ese cajón, entre un lío de gomas y clips y recibos y cosas por el estilo, Moe tenía una de las más nutridas colecciones de novedades de mal gusto que había visto nunca hasta el momento. Eran juguetitos atrevidos y artilugios que Moe había robado en tiendas de artículos de broma o en Coney Island, pero su nivel vulgar y ordinario era abrumador: aquellos regalitos tristes y baratos que recuerdas que papá traía a casa cuando había estado bebiendo con los amiguetes y avergonzaba a tu madre; aquellos bolígrafos con una chica al extremo cuyo bañador desaparecía cuando los ponías boca abajo; aquellos juegos de sal y pimienta en forma de tetas; aquellas tonterías para los perros. Moe los tenía todos. Cada vez que alguien entraba en su oficina, trataba de sorprenderlo con su última adquisición. En verdad, mi padre se escandalizaba más que yo. No creo que le gustara la idea de tener un hijo expuesto a esas porquerías, quizás por los consejos morales que mi abuelo le había inculcado. Por mi parte, no me ofendía, e incluso lo encontraba bastante divertido. No por las cosas en sí... por aquel entonces ya era demasiado viejo para divertirme con esas tonterías. Lo que encontraba divertido era que, sin ninguna razón aparente, un adulto tuviera un cajón repleto de esas ridículas bobadas. En fin, un día de 1933, un poco después de mí diecisiete cumpleaños, estaba en el taller de Vernon con papá, ayudándole a hurgar de las vísceras aceitosas de un Ford larguirucho. Moe estaba en su oficina sentado y, aunque no lo supimos hasta más tarde, llevaba puesto un cacharro de espuma pintado de forma muy realista como unos pechos de mujer, con esto esperaba conseguir unas risas de un tipo que le traía el correo de la mañana desde la oficina de enfrente. Mientras esperaba, escuchaba a Wagner. El correo llegó a su debido tiempo, y el tipo que lo trajo trató de dedicarle una obediente risita antes de dejarle abrir y examinar las cartas de esa mañana. Entre ellas (como dije, esto lo supimos luego) había una de la esposa de Moe, Beatrice, informándole de que durante los últimos dos años se estaba acostando con Fred Motz, el veterano mecánico de confianza empleado en el taller de Vernon, quien, extrañamente, no había aparecido por el trabajo ese preciso día. Esto, según los concluyentes parágrafos de la carta, era porque Beatrice se había llevado toda la pasta de la cuenta que compartía con su marido y se había fugado con Fred a Tijuana.

Lo primero que nadie supo en el taller sobre el asunto fue que la puerta de la oficina de Moe se abrió de golpe y el asombroso vocerío y la trepidante rendición de «La Cabalgata de las Walkirias» nos asaltó. Enmarcado en el umbral, con lágrimas en sus ojos y la arrugada carta en las manos, Moe permaneció de pie dramáticamente mientras era observado por todos. Aún llevaba el cacharro de senos artificiales. Casi de forma inaudible sobre las retumbantes notas de Wagner in crescendo como fondo, habló, con tanto dolor y ofendida dignidad, ultrajado, luchando por recobrar la voz, que el resultado final fue inexpresivo.

«Fred Motz ha tenido relaciones con mi esposa Beatrice durante estos dos últimos años». Se quedó ahí plantado, sopesando el impacto, con sus lágrimas rodando por su múltiple mentón hasta empapar la espuma rosa de sus «senos», emitiendo unos ruiditos del interior de su garganta ahogados por el trote de las walkirias y perdidos para siempre.

Y todos se echaron a reír.

No sé cómo fue.

Le veíamos llorar, pero había algo en su inexpresiva forma de contarlo, allí de pie con un par de tetas falsas y toda esa música triunfal retumbando y cerniéndose sobre él. Ninguno pudo evitar reírse de él. Mi papá y yo nos partíamos de veras y los otros tipos se retorcían sobre los coches de al lado, llorando de risa y manchándose la cara con el aceite de la faena. Moe sólo nos miró fijo durante un minuto y luego se metió otra vez en su agujero y cerró la puerta. Al rato Wagner se calló de pronto con un feo ruido de disco rayado, como si Moe le hubiera quitado la aguja al brazo del gramófono, y el silencio se hizo. Pasó una media hora antes que nadie entrara a disculparse en nombre de todos y ver si Moe estaba bien. Moe aceptó las disculpas y dijo que estaba bien. Parece ser que estaba ahí sentado, en su escritorio, pero sin los pechos, siguiendo con su rutina de papeleo como si nada hubiera pasado.

Aquella noche nos mandó a todos pronto a casa. Entonces cogió el tubo de escape de uno de sus mejores coches y lo metió dentro de la ventanilla, puso en marcha el motor y cayó en un final y amargo sueño eterno acunado por el monóxido de carbono. Su hermano se puso al frente del negocio e incluso volvió a emplear ocasionalmente a Fred Motz como mecánico jefe.

Y así es que «La Cabalgata de las Walkirias» es lo más triste que puedo recordar, aunque es más bien una tragedia ajena y no mía. Aunque yo estuve allí y me reí con todos y creo que eso me hace parte de la historia también.

Ahora, si la teoría de Denise es correcta, debería tener vuestra plena simpatía y el resto será un paseo. Así que mejor será contarte ya todo el rollo por el que compraste probablemente este libro. Quizá sea mejor explicarte porqué estoy más loco de lo que nunca estuvo Moe Vernon. No tuve un cajón lleno de novedades eróticas, pero creo que tuve mis propias manías. Y aunque nunca me he puesto un par de senos falsos, he andado por ahí vestido de una forma igual de extraña, con lágrimas en los ojos mientras la gente se moría de risa.